Hace unas semanas fallecieron dos personas muy queridas para mí, que marcaron varios años de mi vida. Al margen de lo triste del momento, todo lo vivido en esos días me llevó inevitablemente a una pregunta que todos deberíamos hacernos de vez en cuando: ¿qué estamos haciendo con nuestra vida?
No es fácil pensar en la muerte. De hecho, solemos evitarla como si nunca fuera a alcanzarnos, aunque sabemos que es lo único seguro que tenemos desde que nacimos. No se trata de obsesionarse con la idea, sino de recordar que el tiempo es limitado y preguntarnos si lo estamos usando en lo que realmente importa.
En el funeral de estas dos personas, cuyos discursos escuché por Zoom, no dejaba de pensar: "¿Qué hago yo con mi vida? ¿La estoy usando bien?". Y ahí me di cuenta de algo: amo vivir. Y creo que todos compartimos ese deseo de querer vivir para siempre. Esa chispa en nosotros nos recuerda que la vida es un regalo, y que vale la pena vivirla de la mejor manera posible.
El problema es que muchas veces corremos de un lado a otro, persiguiendo metas que, aunque importantes, no siempre llenan el corazón: dinero, fama, prestigio, placeres. No digo que esté mal tener sueños o disfrutar de cosas buenas como viajar o alcanzar un logro personal. El punto es el orden en que ponemos las prioridades. Porque al final, ¿qué vale más: tener éxito externo o tener una familia unida, buenos amigos y una relación profunda con Dios y con uno mismo?
La vida está hecha de momentos sencillos que no vuelven: una conversación con tu hijo, un abrazo sincero, una risa compartida con amigos, una oración en silencio. ¿De qué sirve acumular riquezas o reconocimientos si al final no tenemos tiempo para disfrutar de lo esencial?
La muerte nos recuerda que todos llegaremos al mismo destino. Y cuando eso ocurra, lo que quedará será la huella que dejamos en otros. No en cuántas cosas conseguimos, sino en cómo amamos, cómo acompañamos y cómo hicimos sentir a quienes caminaron con nosotros.
Por eso me lo pregunto con sinceridad: ¿cómo me recordarán el día que ya no esté? ¿Como alguien que corrió tras lo superficial, o como alguien que supo estar cerca de su familia, de sus amigos y de Dios?
Yo elijo vivir mi vida con calma. Trabajo, sí, porque es necesario. Pero también disfruto de mi esposa, de mi hija, de mis amigos, y de mi relación con Dios. Porque, de nada sirve ganar el mundo entero si al final se pierde lo más valioso.
Vale la pena detenerse un momento y preguntarse: ¿qué estamos haciendo con nuestra vida?
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